En el fondo del patio, en un rincón oscuro y escondido, había una canilla que perdía. Con gotas que en espaciados momentos caían, distraídamente y a su gusto, se iba formando un charco.
En esta diminuta laguna crecían el pasto verde y otras hierbas, en una tierra fértil y esponjosa. Había en el lugar muchas lombrices y algunas flores que visitaban mariposas y abejas, bichos alados.
Los pájaros llegaban con su sed y se llevaban en su pico las lombrices.
La canilla oxidada daba su amor en gotas que, silentes y plateadas, el sol hacía brillar y que resonaban al caer al suelo. Versada la canilla en estas lides, proporcionaba feliz agua de vida a los participantes en su juego.
Congreso de abejas, mariposas y pájaros que alrededor de la canilla se congregaban a beber de la fuente de la vida y se perdían, después, en rumbos insólitos y tajantes.
Canilla que gotea, capitana de un ejército de seres diminutos. No cae ninguno de ellos sin que Dios lo sepa, ¡cuánto más vela, entonces, Dios, sobre nosotros!
Un día, los niños de la casa fuimos a tomar agua a la humilde canilla y ya no pudimos cerrarla; entonces quedó abierta derramando sus aguas entusiasmada. Llegó mi padre y se ocupó del desperfecto.
La canilla ya no perdía más, pero nosotros la abríamos todas las tardes para recrear la laguna y sus encantos.
¡Qué simple y maravillosa infancia!
Por: Alberto Félix Suertegaray
