Hay niños hambrientos y mi corazón se muele y se remuele, gimiendo ante las puertas del espanto. Tiemblo, apenas puedo sujetar mi mano al escribir y mi boca está vacía de palabras. Ayuno y duelo es lo que puedo hacer, y no entiendo. ¿Adónde hemos llegado?
“Ayuda, que Dios te ayudará”. Vamos juntos a terminar con esta plaga, que avergüenza y deja expuesta la miseria de nuestras acciones cotidianas. El dedo del Juez nos apunta y el veredicto retumba. ¡Culpables! Todos somos culpables.
Agachemos la cabeza y en silencio preguntémonos mirando para adentro: ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hacemos? ¿Qué haremos? Ni un minuto más puede durar el hambre de niños inocentes.
Empecemos ya, sin rodeos, a poner fin a esta tragedia. Debemos desvivirnos y desesperarnos mientras dure esta situación inconcebible, cruenta e inaceptable.
¡Que el insomnio se haga cargo de nuestras noches, poniéndonos a la par de las familias cuyos niños pasan hambre!
Acompañemos a esos padres en su desgracia y que, de repente, todo nuestro ser se ponga a trabajar en función de soluciones para este estado descarado de cosas.
Especialmente en esta Navidad, te espero; los infantes de la Nación nos necesitan y es preciso que ni un instante pase sin que te acuerdes tiernamente de ellos. Es imprescindible que actuemos y que esta toma de conciencia vaya más allá de un mero darnos cuenta.
Por: Alberto Félix Suertegaray