Acomodado en un asiento vacío, vio el invierno transcurrir como una primavera harta de ser, reutilizada e ilusoria; la calidez del viento se mantendría en su forzado correr con su máscara puesta, asumiendo sobre sí misma la naturaleza del cambio apresurado y fingido. La usual falsedad del clima generaba en él un estado similar, hundido en pensamientos ajenos, tristemente propios.
Todo a su alrededor se encontraba igualmente vacío; las formas no contenían nada en ellas más que lo que traía consigo la brisa, y en su presencia las cosas parecían encontrar refugio: un envase realmente vacío donde no existía lo verdadero y por lo tanto tampoco lo falso, donde no había lugar para lo bueno y por eso tampoco para lo malo, un envase en el que lo Mismo se encuentre en lo profundo de su ser lo que motiva a lo otro y se desentienda de sí. Esa es la libertad, la que se sabe impoluta, pensó.
La libertad es inalcanzable; esta forma aquí sentada debería dejar de ser y solo ser como parte de todo, un todo irreductible. Pensó, sin quererlo y de un momento a otro, en el perdón de pecados, el perdón bíblico mediante el cual pasamos de ser algo a ser otra cosa, gestándose en nosotros esa metamorfosis divina motivada por la gracia, pasando de la esclavitud y la opresión a la más viva libertad, a la que nos sería imposible acceder si no fuéramos quienes somos; salvación pura e individual, y sin embargo también colectiva y en unidad con el cuerpo, encaminados en un mismo propósito en hermandad.
Esa es la libertad, la que se sabe impoluta, pensó. Por esto es la libertad, para éste aquí sentado, plenamente inalcanzable. ¿Lo será también para ella?
Miró desde esa larga distancia con la mirada frágil de quien ama, amando con solo mirar, que es un amor ciertamente perverso y voyerista el del que mira desde lejos; amor ansioso y desenfrenado, amor que tiembla, insostenible mientras no se ve, amor del que solo vive cuando ve vivir desde lo oscuro y que vive sin ser visto. A algunos metros de distancia estaba aquella, la prueba de que quien vivía, en ese momento, en ese lugar, viéndola, era él; estaba sentada, hablando con otro hombre, al mismo tiempo que él, desde lejos, le hablaba a ella en murmullos y balbuceos o con su más devoto silencio.
Sus respuestas ante todo lo que él le murmuraba eran igualmente devotas y por ello sensuales, femeninas, irresistibles, qué ojos, qué entrega, y en él no hay vacilación, ella es mía, incondicionalmente mía. Entre ellos algo hablan, algo dicen, algo oyen, algo posiblemente entiendan de lo que dicen y oyen. Sin embargo él no oye, no entiende: oh, aquél, mi objeto de deseo, únete conmigo, quita de mí esto que me hace ser uno para que no pueda distinguir entre tu ser y el mío.
Pensó que aquél podría ser el amor de Dios, sostenible en tanto su omnipresencia no se desvaneciera, mientras todo lo ve. Un amor que nace de verlo todo y por eso un amor incomprensible para el hombre, ciego de fragilidad; amor que se origina de conocer cuanto existe, de comprenderlo todo, un amor que viene de la libertad de Dios de ser El mismo ese todo que ve, que conoce, que comprende, y por lo tanto ama. Sí, Dios ama porque es amor él mismo y por conocer lo que ama. Aquellos pensamientos lo llenaron de un sentimiento de indeterminada minusvalía, condenando a ser, por ser hombre, por ser él mismo, por no ser ella, por no ser ni conocer a Dios, completamente incapaz de amarla, degradado a un par de ojos que simplemente miran.
De una manera ciertamente singular, parecida a los pequeños y efímeros remolinos de viento que levantan cuanto hay en el suelo y se desplazan de forma principesca por las calles más desiertas, la escena lejana de una cita entre un hombre y una mujer en un café donde suena jazz de bar de mala muerte se difuminó a la vista de quien observaba y se perdió junto a toda la mugre flotante que elevaba el viento.
Por: Verónica C. Bruno