Desperté mucho después de que la motosierra hubiera echado a andar su motor, para podar las ramas de esos árboles que estaban antes de que llegara a esta casa por primera vez. No necesitaron que yo los sembrara ni que los regara alguna vez, aun así, con el escenario ya montado de una tragedia despiadada e inhumana, de mutilar un árbol que con su solo abastecimiento fue extendiendo sus ramas convirtiendo mi techo en una resistencia tan poderosa como la del árbol frente a su propia extinción, como la sobrehumana resistencia frente al calor árido y sobretodo seco propio de cualquier desierto. Y así viví varios veranos, para tener mi propio oasis, un oasis que se apoderó de mí, que prescindiendo de mi alimento subsistió solo, y ya no están ni las ramas, ni el oasis, ni el verano. Me separan muchos meses más, y tal vez años del próximo oasis, pero nada me separa más de la ilusión y es que todo lo que ha quedado en pie y erguido como los troncos de estos árboles.
Sentado en la cama, aun escuchando la motosierra, todavía antes de correr el velo del sueño, que llegó tarde muy tarde en la madrugada, todavía somnoliento, desentrañaba todavía el sueño por lo que me había dejado impregnado, su emoción, sus vibraciones. No erguido todavía sobre la delgada línea que separa dos mundos, dos dimensiones equidistantes, y desiguales pero coexistentes.
Empecé a oír mi corazón, y en un instante estuvo ya tu presencia para ocupar el lugar que tenías en mi mundo, antes de que vinieras a el, y antes de que encontrara yo mi lugar en el mundo, antes de ir a buscar por unos instantes un lugar en el tuyo.
Estaba derramando lágrimas, como estoy acá ahora derramando estas palabras, desparramando a diestra y siniestra, regando por todo el desierto devastado del cobijo y el regazo del oasis.
Sembrando palabras que fueron antes lágrimas, lágrimas que iré a cosechar con risas a tu lado. Lágrimas es todo lo que puedo darles a esos árboles para devolverles antes de su oasis, sus ramas. Lágrimas antes que nada, ilusión antes que nada, y vos hija, antes que nada.
Por: Adolfo N. Scatena