Graciela amaba su taza de café caliente rodeada de papeles escritos a mano, garabateados testimonios de momentos transcurridos. Ese cajoncito con notas de bolsillo, pinceladas escritas con los colores del alma y la cálida luz de la vieja lamparita del escritorio.
Ella tenía que contar la historia de Cecilia, se la debía, sabía que tenía que sacarla, se lo había prometido tantas veces; le daría su libertad a través de las palabras, la dejaría volar para que la lluvia enjuagase su mirada.
Empezar de nuevo. Esa era la consigna.
Anillo en el dedo, una mirada tierna, la euforia de los amigos de él, esos amigos reales que festejaban y lo felicitaban, que le hicieron una hermosa despedida de soltero.
Cecilia estaba feliz, algunos de sus amigos imaginarios, esos que debieron haber muerto en su infancia, aún la acompañaban y Alan, su esposo, la había rescatado del infierno en el que se crió.
También estaban sus padres, suegros y demás parientes que invitaban a Cecilia a sumarse a las carcajadas cuando a Alan lo llamaban “Tenaza”, porque había venido a quitar el clavo que tenía la familia, macabras ironías sobre su estropeada vida.
Dolía el corazón de Cecilia tras la blanca sonrisa. Los compasivos ojos de Alan eran su refugio, ya no iba a querer huir ni escapar, le esperaba la felicidad y no había prisa.
La fiesta duraría solo una noche, luego todos se marcharían, o al menos eso es lo que ella, en su abrigada esperanza, suponía.
Se olvidó de su infancia, de los gritos, los sollozos, las amenazas, los golpes, el maltrato, los miedos, la desesperación, el dolor, que más tarde los ecos de su alma evocarían en su corazón.
Eran pocos los amigos imaginarios que le quedaban a Cecilia y sus demonios se pusieron en pie de guerra para tomar el control, acechando desde los más recónditos lugares de su interior.
Ya hacía un par de meses que ella compartía su vida con Alan.
Deseaba con todo su corazón ser una persona “normal”, poder trabajar sin deprimirse, sin quebrarse largando todo para volver a encerrarse en su hogar, desdichada, desvalida, inútil, incapaz de sostenerse por sí misma o siquiera de aportar unos pesos para su economía.
Afortunadamente, Alan era de espaldas anchas y sonrisa amable.
Solía jugar a que veían juntos sus demonios y amigos imaginarios; ella sabía que él se afanaba desesperadamente por entrar a ese mundo que tan frecuentemente la robaba de su lado y la hacían perderse en un silencio de ojos vacíos, rostro pálido, cuerpo tenso pecho aprisionado y respiración entrecortada.
Para Cecilia él era un payaso, siempre la hacía reír, recién ahora se daba cuenta de la difícil tarea que Alan había emprendido, aunque ella sabía que a pesar de las penosas dificultades económicas que tendrían que enfrentar, había elegido bien.
Ser normal. Qué es ser normal, se preguntaba Cecilia. Las personas normales no ven fantasmas, no escuchan voces que las aturden, ni tienen fuertes premoniciones de lo que ciertamente va a suceder. ¿En qué momento comenzó todo esto? Ella solo quería un lugar tranquilo para estar en paz cuando en su infancia volaban los platos, los rostros se deformaban, los puños golpeaban, las bocas sangraban, los corazones se desgarraban, los gritos se sofocaban… y las apariencias se guardaban.
Empezó a edificar con su imaginación un mundo perfecto, donde los que lo habitaban se amaban y comprendían, un mundo que, dadas las circunstancias, se fue fortaleciendo día a día junto con su deseo de dejar de existir en esa cruel realidad. Ella creyó que era solo un juego pero a los 17 años los ruidos y demandas de la vida le parecían insoportables, su mente buscaba desesperadamente darle realidad a ese mundo imaginario.
Las cosas se habían salido de control, supo que estaba en problemas, problemas que no serían bien recibidos en su entorno familiar, entonces también supo que estaba sola, con su mente quebrada, sus amigos imaginarios y sus demonios.
Cuando conoció a Alan, ella vagaba con sus fantasmas, acechada por sus demonios, tratando de estudiar una carrera, de ganarse la vida, de ser normal.
Alan le daría esa vida normal, en la que las apariencias podrían ser guardadas tras las puertas de un hogar y la felicidad vendría con la llegada de los hijos.
Cecilia acariciaba su prominente vientre materno. Nueve meses hincada de rodillas ante la Virgen para que protegiera a esa pequeña vida de sus enemigos internos.
El hospital parecía perderse en el paisaje de casas hogareñas, solo las ventanas descubrían en su interior el dolor de la enfermedad, las esperanzas guardadas en los corazones y el tierno brote de una nueva vida.
Alan sabía que Cecilia sentía miedo, no del dolor físico del parto, otro tipo de miedo.
El hubiese querido estar en su lugar, la comprendía y amaba como nadie y estaba ahí, sosteniéndole la mano, aunque para ella el mundo siempre sería hostil, pues aprendió a vivirlo de esa manera y por más que él se esforzaba no parecía posible cambiarle la mirada.
Lucía… nació una niña… la pequeña Lucía. Alan se derretía entre lágrimas de alegría y miradas de triunfo. Cecilia acunaba a su pequeña en brazos, húmedas las mejillas, comprimido el corazón… ¿Quién la protegería?
Pasaron los días, los amigos y parientes les dieron un respiro. Los tres solos en su modesta casita de barrio eran el cuadro perfecto de una armoniosa familia feliz.
Cecilia sabía que era la única que podía estropearlo todo.
Alan salía a trabajar, ella se ocupaba de Lucía. ¿Cómo protegerla? ¿Cómo le enseñaría a ser diferente? ¿Podría la niña no cargar con historias de horror, de miedos, de vacíos inexplicables? ¿Cómo le inculcaría ser libre de esa parálisis espiritual que le transmitieron sus padres, si Cecilia se encontraba encerrada en la prisión de su mente, con juicios que la desvalorizaban, negativas que la frenaban, dolores que la quemaban…?
Por un instante pensó que sería mejor que personas más capacitadas la criaran, pero ella era su madre, no podía ignorar el vínculo que se estableció desde su vientre y los hijos siempre aman a su madre, sin importarles el daño que les hagan, solo con ellas se sienten protegidos. No, Cecilia no quería clavar el frío puñal del abandono en la inocente Lucía, eso solamente comenzaría a repetir la historia. Tal vez, solo tal vez estaría mejor con otros… pero no, ella no se permitiría el lujo de ser débil.
Cuánta entereza tendrás que tener pequeña para contener los arrebatos de una madre enferma. Lo siento Lucía, no habrá otra para ti y has venido a este mundo porque el amor, la comprensión y la ternura de tu padre me dieron una razón para vivir.
Se secó las lágrimas, respiró hondo y arropó a su niña en la cuna. Se paró en la puerta vigilante para que nadie entrara a invadir el cuarto. Su cuerpo tenso, su puño apretado, su mirada dura, su actitud alerta y dispuesta a todo. Nada ni nadie cruzaría esa puerta para lastimar a Lucía.
Cerrado su pecho, ahogada sus lágrimas, silenciosa y expectante, navaja en mano, nada ni nadie saldría desde adentro para lastimar a su pequeña porque Lucía ya no era una simple razón para vivir. Lucía era alguien por quien Cecilia, sin dudarlo un instante, estaba dispuesta a morir.
Cecilia, mi querida Cecilia, saberte perdida en un mundo herido, donde todas las estructuras que te condicionaron desde la infancia se entrelazaban sobre tu alma impidiéndote respirar. Lo sé amiga, has hecho un gran trabajo, aceptaste que esa exagerada imaginación y tu aislamiento eran una enfermedad, producto tal vez de la combinación entre tu alta sensibilidad para percibir los estados de las personas que te rodeaban y las conflictivas relaciones familiares entre las cuales creciste. Y la comprensión de que el suicidio era el oscuro abismo donde tu mente desesperada quería arrojarte en busca de paz…
La promesa está cumplida Cecilia, necesito que te marches para poder descansar.
Graciela se quitó los lentes, se restregó los ojos y sorbió su café ya frío. La sintió retorcerse y sufrir, hasta podía verla, aunque ella no quería que la viera y se escondía tras los pesados párpados de la escritora que necesitaba llorar su locura, respirar hondo y seguir adelante.
Por: Shivani Rodriguez
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