Asomaba el invierno y el fin de semana estaba frío, aunque el sol brillaba en todo su esplendor. Se habían juntado representantes de todos los animales en la playa de un país lejano. Estaban inquietos. Charlaban entre ellos muy animadamente mientras esperaban a los más lentos, que se aproximaban con apuro pero también con esfuerzo.
Una vez que llegaron los últimos, comenzó la reunión. Algunos de ellos ni sabían el motivo de semejante movimiento, pero ninguno quiso perderse la ocasión.
Comenzó hablando la ballena Macarena. “Hola, dijo, soy la más grande de todos y quiero decirles que no me gusta lo que me tocó. Vivo en el agua, casi siempre está fría y aunque mi piel me protege, me gustaría vivir un tiempo en la tierra y caminar”.
El leopardo Gerardo tomó la palabra para contar lo suyo. “A mí tampoco me agrada lo que me pasa. Tengo toda la piel manchada, pareciera que uso un traje de payaso, y encima ando corriendo a otros animales para alimentarme, revolcándome por todos lados. Me encantaría nadar en el mar. Me sentiría más limpio”.
Animándose, la vaca Calatraca se paró y mirando a todos comenzó a decir: “Me pasa los mismo a mí. ¿A quién puede gustarle estar siempre parada, muy pocas veces acostada y comer solamente pasto, que es feo y aburrido? Me encantaría caminar más rápido y correr mucho. Seguramente adelgazaría”.
Otro que se levantó fue el lobo Bobo, y después el león Ramón, y lo siguió el gato Tato; y más tarde le tocó el turno al perrito Arturito. Al final de todo, el que habló fue el pajarito Tito.
Todos se quejaron de lo que les había deparado el destino. Ninguno estaba conforme, protestaban y algunos hasta levantaban la voz. Pero de pronto, pudieron comprobar que el deseo se había hecho realidad.
La ballena, que deseaba andar por la Tierra pero no tenía patas, se arrastró hasta pelarse la panza y pensó que el cambio no la había favorecido.
El leopardo quería nadar pero no poseía aletas, entonces remaba con las cuatro patas y se agotaba a cada rato.
La vaca, que se quejaba de su lentitud y del peso que le impedía ir más rápido, se volvió flaquita y corriendo se caía a cada rato.
El lobo estaba cansado de perseguir animales pero no sabía hacer otra cosa, por lo tanto se puso a ayudar al pescadito Tito a aprender a nadar y a la tortuga Tartaruga a caminar rápido, ya que ésta sentía que el peso de su caparazón era una carga imposible de soportar, y si se lo sacaba se moría de frío,
Ya habían pasado varias horas y el desconcierto y las protestas aumentaban. Entonces se oyó la voz estruendosa del elefante Elegante. Entre triste y enojado pidió silencio y dijo: “Yo no sabía para qué nos íbamos a reunir, pero lamento haberme molestado ya que tuve que caminar miles de kilómetros. Lo que ustedes quieren hacer es imposible, por varias razones, pero la primera y principal es que si cada uno de nosotros tiene la forma que nos ha sido dada cuando fuimos creados, es para que cumplamos la tarea que nos ha sido encomendada, poblar el planeta y reproducirnos con la forma que nos han dado. ¿Cómo haría yo para cumplir eso si volara y mi trompa flameara en el aire?
Me caería apenas levantara vuelo y me mataría. ¿Y Magdalena, que quiere andar fuera del mar? Pues se ahogaría con su propia polvareda. ¿Y Gerardo, que está precioso con su traje de payaso a pintitas y que desea nadar en el agua helada? No sobreviviría. Y así todos los que quieran hacer aquello para lo que no están preparados”.
“Entonces les digo -terminó su discurso Elegante- no imitemos a algunos humanos que, precisamente, por querer ser lo que no son terminan sintiéndose infelices”.
Y dicho esto, emprendió su largo regreso a casa. Los demás animales lo siguieron en silencio, cada uno rumbo a su habitat, convencidos todos de que el más grande de ellos era –también- el más sabio.
Por: Nori Landon