«Círculos»

Escrito por Shivani Rodríguez. Taller de Creatividad Literaria conducido por Norberto Landeyro. Para participar pueden contactarse a [email protected]

Estaba emocionada, como todos mis amigos. Era nuestro primer viaje sin padres.
El tío Ricardo, como guardaparque en los Saltos del Moconá, se jugó con los pasajes y la estadía.

Nos esperaba un largo viaje hasta Misiones y no veíamos la hora de subir al avión. El reloj del aeropuerto, como retrasando el momento deseado, marcaba el tiempo: eran las 10 de la mañana.

Aún faltaba poco más de una hora para partir y con los chicos aprovechamos para escuchar las fantásticas leyendas que contaba papá, como si con tanto misterio quisiera atemorizarnos y hacer que esta excursión por los montes fuera toda una aventura.

Ya en el lugar, la lluvia no daba tregua y Ricardo nos fue a buscar al aeropuerto en una camioneta todo terreno. El entusiasmo nos hacía sentir poderosos.

-Tío, estos son mis amigos, Julieta, Manuel y Vicente.
Después de un par de horas viajando, por fin llegamos a la entrada al parque.
-¡Miren!– exclamó Julieta, señalando el artesanal letrero de madera que decía “¡Bienvenidos a los Saltos del Moconá!”

Ni bien acomodamos las cosas en la cabaña, mientras el tío se encargaba del asado, decidimos dar un paseo por los alrededores.
-Solo una cosa les recomiendo: por ninguna razón se aparten de los senderos señalizados.
-¡Hay sí tío! ya no somos niños.
-Les advierto, no quisiera tener que ir a buscarlos.

Un poco fastidiados por tanta seriedad en la recomendación, nos adentramos en la selva, espesa y húmeda.

Caminamos un rato por los senderos. Y Manuel, con los ojos brillantes, propuso: “¿Y si dejamos estos aburridos caminitos y nos metemos la selva de verdad?”
Yo me puse nerviosa: me crié escuchando historias del Yasi yateré y el Pombero; pero todos estaban eufóricos y exaltados y no quería echarle mala onda del grupo.

Luego de una hora de caminata, estábamos exhaustos. Subimos cerros, grabamos nuestros nombres en una enorme piedra llena de musgos, atravesamos arroyos, separamos los yuyos y cruzamos un tacuaral, para finalmente decidirnos a volver.
Todos coincidimos en que habíamos venido desde donde se veían las orquídeas que tanto nos fascinaron, cerca del arroyo.

Caminamos y caminamos, cruzamos el curso de agua y la piedra con nuestros nombres. Felices y hambrientos seguíamos alborotados yendo –creíamos- hacia donde el tío Ricardo preparaba el asado.

Anduvimos casi como una hora de regreso, suponíamos que ya estábamos por salir a la picada o al sendero que nos conduciría a la cabaña.

Sorprendido, exclamó Vicente: ¡Miren el arroyo! ¿Acaso ya no lo hemos cruzado?
-No seas tonto, dijo Manuel -nos habremos desviado, debe ser otro arroyo.
-¡No, miren! exclamó Julieta – Esta es la piedra con nuestros nombres.

Me agarré la cabeza, ¡las leyendas eran ciertas!
Pálidos y silenciosos, apuramos el paso. Al cabo de un rato, otra vez el arroyo y la piedra. Teníamos hambre, nadie había llevado comida.

Pusimos marcas en el camino para seguirlas y también se repetían.
Caminamos en círculos interminables, y cualquiera fuera la dirección que tomábamos, terminábamos pasando por el mismo lugar una y otra vez, hasta que la noche se cerró sobre nosotros.

Nos abrazamos apretujados junto a la piedra con nuestros nombres. Estábamos asustados; el monte con todos los animales nocturnos a la caza de alguna presa, nos aterraba.

Escuchamos el ruido de ramas partiéndose por pisadas; casi sin respirar, cerramos los ojos y escuchamos: ¡Valeria! ¡Manuel!

Abrí los ojos y distinguí una luz no muy lejos: era la linterna de Ricardo que junto con los otros guardaparques nos habían encontrado.

Por: Shivani Rodríguez

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