La noche en que se robaron las estatuas

El llamado del celular retumbó en los pasillos de la comisaría. Madrugada de domingo; una docena de milicos cansados y con ganas de que llegue el reemplazo; un jefe que está a punto de sentirse sobrepasado; un silencio pegajoso en el frío húmedo del amanecer. En condiciones normales no atendería; durante unos segundos jugó con la posibilidad de no responder y que el clavo le quede al que venga, pero la llamada del deber fue más fuerte.

– Rivarola, decime que no tenés un kilombo con los borrachines del barrio como el domingo pasado! -. Atender el teléfono en una guardia siempre era por un conflicto. No podía ser de otro modo.

Pero la voz de su subordinado lo sorprendió. Ni pelea, ni robo ni homicidio. Miró al techo buscando que decir y lo único que le salió fue un “hacete el gracioso, te vas a comer dos días de arresto”. Del otro lado la voz del cabo Rivarola no dejaba lugar a dudas. Mezclando incredulidad con sorpresa, insistió con el mensaje: “¡Señor, se robaron a Cipolletti! ¡No está la estatua!”.

Robarse un monumento que debe pesar 10 toneladas, te juro que lo primero que le hago es ver si se chupó en la guardia. El patrullero atravesó la avenida Alem hacia el oeste ni fuerte ni rápido; sin sirena. Si ni él mismo se lo creía. Al llegar a Mengelle levantó la vista y lo sorprendió el círculo verde de la rotonda. El espacio vacío resaltaba en su memoria la mole de cemento y mármol señalando hacia la Confluencia.

Saludó al cabo. ¿Alguna idea de lo que pudo haber pasado?
– No le va a gustar, mi Principal.
– Pero carajo, ¿Por qué no me va a gustar?
Cara de pibito salido hace poco de la escuela. Cara de mal dormido, demasiado recargas de servicio, pálido, el cabo empezó señalando unos hoyos en la escalinata. “Es como si la estatua se hubiera levantado y se fue”, dijo.

Al Gallego le gustan las rutinas. ¿Cuánto hace que había llegado con su familia? ¿55, 60 años? Todavía siente en su cuerpo el traqueteo del tren, la sensación de la brisa de septiembre dándole en la cara, la bocina de la máquina a vapor anunciando su despedida, dejándolo sobre el andén, unos seguían, otros se quedaban, como él. Soy de los que se quedan, soy de los que resisten, se dijo a si mismo. Me gusta hacer lo que hago. De chiquito había soñado con ser panadero y con empeño fue aprendiendo los secretos del oficio. Lo más lindo: el intervalo hasta que el horno le avisa que el pan está listo. Fumarse un cigarro en la vereda, ver que la ciudad empieza a despertarse, saludar a los primeros madrugadores o a los últimos trasnochados. Regina es un pueblo a su medida. Aún en la pandemia. Siempre hay algún furtivo que sale. Alguno que trata de que no lo reconozcan. Como para no saber quién es si pasa por esta calle desde que tiene 9 años para ir al catecismo…

Amanece tarde en invierno pero siempre es lindo ver cómo el sol pega sobre la barda sur. Pero ese domingo algo no anda bien. Algo está faltando en esa vista tan familiar, como una nota desafinada.

El que no podía fallar es el primer cliente de la mañana. Todos los fines de semana del año llega para comprar facturas para el desayuno. Es de la vieja guardia de la radio. “Carne de perro” en la jerga de los periodistas antiguos, curtidos en las guardias hechas al sol o al frío, a las corridas entre las balas de goma y los bastonazos. “Soy un león herbívoro Manolo”, sonríe displicente cuando le recuerdan las anécdotas de aquellas jornadas. Pero este domingo era distinto. “Se cayó la estatua del Indio”. Qué se va a caer, me estás cargando… o te comiste un brownie loco… Ah sí, que gracioso, mirá y decime que no estarías viendo.

EGINA- INDIO COMAHUE- MONUMENTO HISTORICO

Y eso que no estaba viendo lo dejó pasmado. Se subió a la camioneta, que había ploteado con los colores y el logo de la radio, y subió la cuesta. Desde ese extremo tenía una vista de todo el pueblo y la zona de chacras. El viento frío le sacaba algún que otro lagrimón pero ahí estaba. O mejor dicho: ahí faltaba.

Y transmitió en vivo: El coloso Indio Comahue, la estatua que es un símbolo de Villa Regina, fue robado anoche. Alguna banda de delincuentes se apoderó del bien más preciado de nuestro pueblo valiéndose de la oscuridad y de la distancia. Han debido trabajar durante horas. Lo extraño: no se ven huellas de vehículos ni de equipos pesados en el lugar.

– ¡Al fin llegó don Cesar! Ya pensaba que se me había perdido -, bromeó Calfucurá. ¿Un mate? A nosotros no nos va hacer daño -. Y rió.
– ¿Perderme yo? Parece que se olvida que durante seis meses estuve recorriendo estos parajes para hacer el plan de riego. Hicimos relevamientos, mapas….
– Mapas se llaman, sí. Esas representaciones yo las llevo en la cabeza, sabe. Son muy útiles para planificar una batalla o lo que se le ocurra.
– Deme un mate, sí. Me terminé acostumbrando a este brebaje. Al final, no somos tan distintos como creíamos.
– Salvo que ustedes tenían los rifles y el telégrafo…
– Bueno, la civilización tiene que vencer.
– ¿Civilización? Le puedo reconocer sus adelantos, pero mire lo que ha pasado… Muerte, destrucción, exterminio.
– Civilización y barbarie… si, en eso estoy de acuerdo. Los blancos nunca terminamos de entender que se puede estar en los dos lados, que no es una contradicción. Pero ustedes no se quedaban atrás…
– Quizás, quizás – el Indio se quedó unos instantes pensando las palabras. Pero cómo habrían reaccionado los tuyos si de repente llegan unos desconocidos y les dicen estas tierras son nuestras, son del rey, son del gobierno, ahora ustedes se tienen que ir. Y si no les gusta le metemos bala.
– Las fronteras… cuando llegué con mis amigos ya no había esas fronteras. ¿Cómo era vivir en esa época?
– Vio que le conté que habíamos fundado un gran gobierno. Las Salinas Blancas. Desde lo que hoy es todo el oeste de Buenos Aires, La Pampa, San Luis, suroeste de Córdoba, esta Patagonia, todos integraban una confederación de pueblos mapuches. Teníamos nuestros lugares, nuestros espacios. Nuestra economía funcionaba.
– Economía dice. Ahí está la clave. El blanco quería quedarse con las tierras, ustedes solo la galopaban. Eran lugares de tránsito para el indio. El blanco quería ponerle vacas, ovejas, trigo. Eran dos proyectos distintos.
– Ingeniero… puede ser, y puede no ser. Nos acusaban de robar animales… ¿Qué animales? Si los que había estaban salvajes comiendo en el campo libre. ¿Estancias? ¿Desde cuando el campo tenía propietario? Esas son las cosas que se definen desde la punta de una lanza. O de un fusil.
– Buen punto Juan. Entonces el problema pasaría porque perdieron.

El jefe mapuche atizó el fogón que había armado contra unas piedras, volvió a poner la pava y rearmó el mate. “Yo no diría que ese fue un problema; de últimas, en una guerra se gana o se pierde. Y el que gana impone un orden. El problema es qué se hace con el vencido”.

– No me esperaba ese razonamiento. Pero hay que ver el vaso completo. Usted tampoco fue muy generoso con los vencidos. Me contaron del caso de los voroganos y la masacre de Masallé. No hubo piedad con los vencidos entonces.
– Todavía cargo con la responsabilidad. No digo culpa; la culpa es un concepto ajeno. Pero fue mi responsabilidad y complicó las posibilidades de unidad con los de mi raza. El blanco jugó con esas debilidades y explotó nuestras deslealtades, las pequeñas miserias.

Se incorporó y clavó la mirada en el horizonte. A los historiadores tradicionales les gustó pintarlo como un sanguinario depredador de las pampas, pero Calfucurá había sido mucho más que eso. Guerrero y belicoso, sí. Pero también un estadista y fundador de un Estado con sede en las Salinas Blancas. “¿De qué les sirvió tanta prepotencia y tanto rifle?” preguntó al vacío.

Para el italiano esa era una situación incómoda. Llegó a fines del siglo XIX, heredero de una tradición iluminista y racional. Lo habían contratado aquellos que masacraron a los herederos del hombre que miraba en silencio. La idea central era transformar el desierto. Un plan de riego. Un programa de colonización agrícola. El avance de la civilización. Para qué, esa era la gran pregunta. Allí estaban las ciudades, las chacras, las rutas, el ir y venir de cientos de miles de habitantes dedicados a actividades inimaginadas en aquel tiempo. Para qué… Si, había una respuesta. Pero también había otras. Por cada uno que llevaba ese sueño de progreso y desarrollo había decenas que solo se preocupaban por apoderarse de esos frutos. Para qué… si el orden posterior seguía siendo básicamente injusto.

Por eso le esquivó a la respuesta directa y devolvió con otra pregunta: ¿Cómo será el futuro? ¿Habrá alguna posibilidad de que gringos y mapuches, blancos e indios, mestizos y mulatos, puedan entenderse en esta tierra?

Va a ser difícil, demasiada injusticia, demasiados recelos entre las partes, devolvió el Lonco.

– Si es como usted dice, que el reconocimiento de un orden nuevo nace de la pelea, va a estar complicado. Espero que hayan aprendido algo.
– Don Cesar… de la historia nunca se aprende nada, salvo para saber que uno se equivocó dos veces con el mismo problema…
– Hay algo que lo preocupa…
– Veo a algunos jóvenes con la sangre caliente y mucho coraje. Eso es bueno a veces. Hubo mucho maltrato, sí, pero hay que ser inteligentes. Recuperar nuestra identidad es importante pero se consigue convenciendo y sumando. Como decía el francés: la velocidad de un grupo de gente es la del grupo más lento. Si no marchan juntos, se dispersan y son fáciles de derrotar.
– La identidad… mire como será que yo estoy formando parte del paisaje desde hace un siglo y pienso como italiano pero actúo como el hijo de un italiano… Y eso ya me cambió. A veces me fastidio porque se empecinan en hacer las cosas al revés. A veces me parecen demasiado flojos. En fin, como en todas las épocas, también están los que se persignan mucho pero cumplen poco.
– ¿Cómo vendría a ser eso?
– Mucha misa y mucho rezo pero poco entendimiento de lo que es la religión cristiana. Los que van a misa de los domingos y de lunes a sábado atropellan, estafan, roban.
– Los hemos visto por todos lados en todos los tiempos. Don César, tenemos que volver.
– Se hizo largo el recreo, pero nos juntamos como siempre.
– ¿Qué harán si se dan cuenta de que nos fuimos por un rato?

El italiano se restregó las manos y pateó el suelo para entrar en calor. Me parece – comentó divertido -, que va a ser interesante escuchar las excusas que van a inventar para explicar eso que dice que vieron…

El oficial principal Estévez aseguró que todo había sido una broma que prepararon para recibir al cambio de guardia en la comisaría. Broma de milicos, argumentó. – Pero parece que en la institución no hay espacio para esto -, rezongó irónicamente mientras transitaba con el móvil por la polvorienta ruta 6 hacia el nuevo destino en Mamuel Choique.

Para el periodista no fue fácil lograr que le creyeran. Que había sido una broma de domingo para ver cuántos estaban despiertos. Y durante mucho tiempo siguió siendo el cronista al que se le perdió la estatua…

Por las noches, los dos colosos se miran a la distancia y se ríen de esas complicaciones.

Por Herman Avoscan

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