«Otoño»

La desesperación se había apoderado de las personas de mi pueblo, alejado del contacto directo con la densa urbanidad y las grandes masas de gente. Hubiera deseado despedirme de algunos, verles tal vez una última ocasión, sin embargo, en mis manos jamás hubiera caído mi destino o el de mis hermanos, o el de cada uno de los seres vivientes que son y serán; el destino ya no era mío ni de nadie, ya que estaba vendido a una cruel maldición que habitaba entre los bosques, en los campos y en los hogares.

Era aquella plaga la que tenía el poder, orquestada por la maldad más profunda existente en el mundo. La desesperación fue, como en cada vida, el efecto inminente de sentir vibrar la muerte en nuestra propia carne viva y verla a los ojos, de tener que respirar el soplo de la desgracia.

Así que ahí estaba yo, viendo morir a mi madre, sin caer en la cuenta de que realmente veía morir a mi madre; aquella mujer de ojos misericordiosos y refulgentes, de piel tersa, tranquilizadora y onírica. La mujer que había estado conmigo, que me había amado y curado, ahora moría. Aún así, en mi corazón sabía que había algo más que ver, al ver a la muerte a los ojos.

Como en las visiones y sueños de un niño, quizás en ese espectro imaginario y colorido que es el mundo, que es la niña de pelo naranja que venía a comprar al almacén todos los días, como es el deseo de crecer algún día, tener el bigote y la fuerza de mi padre, había sentido la suave brisa de un otoño creciente y magnífico entrar por mi ventana, haciendo flamear la cortina celeste cosida por mi madre hacía quizás mucho tiempo, no lo sabía; mi corta edad no era un buen reflejo del pasado, sino la viva imagen del presente. ¿Qué hubiera sabido yo acerca de lo que vino antes de mí, cuando lo que yo había vivido era nada más que un suspiro en la eternidad?

El grandioso espíritu del otoño me llevó a la cocina, iluminada por la mañana y el sol naciente; llené la pava y la puse a calentar para un mate cocido como mi madre me había enseñado, tomando las precauciones necesarias con el fuego y con cuidado de que no se me cayera agua al piso recién lavado con esmero. Así fue verla entrar, verla sonreír y decirme «pequeño, ¡cómo has crecido! Ya no necesitás ni siquiera que te cocine», con una sonrisa preciosa… aquella sonrisa preciosa.

Ver a la muerte a los ojos fue, simplemente, un recordatorio de lo que es la vida. Y la vida es, como en las visiones y sueños de un niño, lo que fue hacerme un mate cocido con el sol otoñal brillando, y el recuerdo vivo de mi madre sonriendo.

Verónica C. Bruno
Taller de Creatividad Literaria

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